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Salvando sueños...

MINI-RELATOS

La paradoja de la realidad

La Paradoja de la Realidad

El Capitán Kirk y Spock se encontraban retenidos por una pared invisible pero impenetrable. Su amigo, el doctor McCoy, estaba siendo brutalmente golpeado ante sus ojos, pero no podían hacer nada para impedirlo.

La frustración y rabia de Kirk aumentaban por minutos.

-Tenemos que hacer algo -gritó el capitán-. ¡No podemos dejarle ahí y verle morir!

Spock, la voz de la razón, habló con claridad y firmeza:

-Capitán, quizás haya algo que podamos hacer, pero no creo que sea lo que usted está pensando.

-¿De qué se trata? -preguntó Kirk.

-Me pregunto si la pared que nos está reteniendo es una creación suya.

-¿Qué insinúa, Spock? ¡Hable claro!

-El campo de fuerzas que nos tiene atrapados podría ser el producto de la desenfrenada energía emocional que usted está generando. Parece que cuánto más furioso se pone, más gruesa se vuelve la pared. Quizás si se relaja un poco y deja de identificarse con el dolor del doctor, la pared se debilitaría y podríamos salir para ayudar a nuestro amigo.

-De acuerdo, Spock. Merece la pena intentarlo. ¿Qué sugiere que haga?

-Olvídese de sus emociones por unos instantes. Comprenda que no podemos ayudar al doctor McCoy si sentimos ansiedad y preocupación por él. Creo que ésta es nuestra única vía de escape.

El capitán cerró los ojos para poner en práctica el consejo de Spock. Tanto pronto como se relajó, la pared empezó a debilitarse y a desaparecer.

-¡Está dando resultados, capitán! -le comunicó Spock-. Por favor, continúe así.

En unos minutos la pared había desaparecido y pudieron ayudar a su amigo.

Varios autores

LA DIOSA

LA DIOSA

La vida te va dando tantas sorpresas, que hay que tener el corazón listo para lo mejor y lo peor. Estaba yo tranquila, acurrucada en mi interior,  rumiando ausencias y metas dormidas. Al mismo tiempo, iba creciendo todo mi cuerpo; pero, en slow motion y mis músculos se estiraban con dolor, mucho dolor.

La noche en que las cosas empezaron a cambiar, vi una estrella fugaz caer; o mejor subir hacia el infinito lleno de interrogantes. Pedí un deseo: cambiar mi forma mortal por la de un cisne. Esa misma noche empezaron a gestarse las mutaciones.  Se me acercó un león, en medio de la oscuridad y no tuve miedo. Sentí su respiración sobre mi cuello. Se reflejó mi delicada blancura en sus ojos amarillos.  Ambos teníamos mirada de soledad, como los charcos mudos después de la lluvia. Hicimos un duelo a muerte, intenso, vigilantes y con la mudez de los corazones rotos. Pasaron las horas, la noche se desnudó en alba y ninguno ganó, ninguno perdió.

El león y el cisne vieron la luz del sol agotados, sus cuerpos yacían sobre maderas crujientes. En el aire, un espeso  aliento, el olor de animales que se descubren mutuamente y en su diferencia, con turbación de instintos se disfrutan.          

Luego de mi encuentro con aquel fiero animal, sentí en mis espaldas crecer unas alas enormes. Se había consumado el cambio. Se reafirmó mi esencia de ave, frágil, bella, fuerte. No supe qué hacer con mis nuevas alas.

De nuevo el tiempo, ganó terreno, y volé en sus aires. A mí alrededor todo iba vistiéndose de sentido, de música, de risa y alegría. Disfrutaba del disparate de la entrega, de los deberes robados a la selva, de teñir mis plumas en sangre, de sobrevolar sus pasos sobre la arena.

La paradoja, casi se hace realidad: desde lo alto de una colina, el león y el cisne, contemplando el ocaso y sus miles de colores.

Pasó el tiempo, los días, los años, y pasaron las escapadas a sitios oníricos, jardines de flores a 4 ojos, regalos perdidos en rincones de dominios ignotos, pies en puntas, garras acariciantes,  su rabo con mi pico, vino negro y clases de baile-vuelo.

Pasaron los otros. Pasaron los duendes y consagraron la mutación definitiva a través de la música, la danza... Con apenas una guitarra, y un estribillo, mi alma se oscureció y ganó sutileza. Me  volví pantera y luego, ya para siempre, por la fuerza del amor de los duendes, en Diosa.

Ahora, desde mi Olimpo Terrenal, llevo sobre el cuerpo sentado el tiempo, corredor incansable al que le he prestado mis pies. Sé que con los duendes, con el León, con la arena, con las palabras, regresará otra vez la paz y la armonía. Ahora que soy Diosa todo será diferente, ahora que soy Diosa, soy Diosa, soy Diosa, soy soy…  

 

(Dedicado a Lluis, porque me ha hecho creer en los milagros)

 

     

Idilio

  Parece que el mundo se acaba, piensa Raúl, mientras cierra el periódico para volver a su caminata matutina.  Se incorpora despacio. Teme resbalar con la escarcha que cubre el asfalto. ¡Y pensar que cuando joven prefería el invierno! Ahora el frío es una cuchilla  que lo desangra.Recorre el parque y decide acomodarse en el banco de siempre, pero descubre que una joven toda de blanco, con un enorme sombrero, lo ocupa. Titubea. La joven le sonríe y el calor que ella emana lo alcanza a cinco metros de distancia. Se sienta recogido. Estar al lado de la muchacha le acelera los latidos del corazón. Ella no le quita los ojos de encima. Raúl seca sus manos, le sudan como cuando era adolescente. Todo su cuerpo transpira nervioso. Siente deseos de orinar. Aturdido por el inminente ridículo se marcha,  mientras se aleja, su cuerpo vuelve a enfriarse y sus necesidades fisiológicas se adormecen.   Esa noche, Raúl soñó con la joven de blanco: ella lo acunaba y le tarareaba una nana.  A la  mañana siguiente, la usurpadora estaba sentada de nuevo en el mismo banco, su banco. Raúl intenta continuar la marcha, ignorarla, pero el calor de su cuerpo es un imán.Transcurrió una semana de encuentros silenciosos. El anciano se acicalaba para la cita. Miraba  altivo a los que pasaban por allí, todos encogidos, temblorosos… mientras él poseía un rayo de sol. Aunque reconocía que a los noventa años, es muy tarde para hablar de amor, se dejaba conducir por esa paz turbadora que ella poseía. A veces la joven le extendía sus manos blanquísimas y delgadas. Nunca las tocó.  Se avergonzaba de sus dedos deformes por la artritis. Pasaban horas en silencio. En su cabeza, Raúl le tejía poemas, le cantaba y más de una vez se besaron.Casi anocheciendo, un policía se acercó a Raúl, estaba  sentado con el pecho sobre los muslos. El agente lo tocó en la espalda, el anciano se llevó los dedos a los labios: Shhh, no interrumpa por favor, la estoy conquistando.  Y no dijo más. El oficial se alejó dubitativo… Rezongando por el aumento de viejos locos en la ciudad. Raúl amaneció petrificado –muerto por hipotermia, dijeron los médicos- en los labios un tono blanquecino, la huella de un beso. 

Una prostituta con principios

 

Sentada en la esquina de la barra mira sus altos y agudos tacones rojos. El maquillaje corrido por el rostro, Sylvia observa su copa medio vacía, mientras se acaricia el bajo vientre.

 

Mira por la ventana, y marchan ante sus ojos los personajes marginales de todas las noches. Las muchachitas compiten por la clientela. Los autos  lujosos del centro pasean despacio. Los choferes se toman su tiempo para seleccionar, mientras las luces de neón, hacen que cambien de color, y parezcan coches mutantes traídos del infierno.

 

 Hace varias semanas Sylvia siente como si le clavaran cuchillas en el vientre, a veces tan fuerte, que no puede sostenerse en pie. Por suerte, los dolores nunca duran más de cinco minutos, pero la asaltan por sorpresa hasta cinco veces en el día. La última vez, estaba con un cliente. Como es de muy mala espina sacar penas mientras ellos disfrutan, cerró con fuerza los ojos, pero no puedo sofocar una mueca de disgusto. El cliente, por supuesto, creyendo que era el motivador de su expresión de angustia, la sacó de la habitación, después de una golpiza e injurias, y lo peor, sin un centavo en la cartera.

 

Por suerte hoy era viernes. Los viernes siempre la buscaba Patricio. Bueno, así decía que se llamaba, tal vez fuera un nombre falso. Patricio era un hombre calvo, bastante grueso, y rostro de carcelero pero tierno y apasionado en la cama como un adolescente; tanto, que  lloraba mientras le hacia el sexo. Lo mejor de Patricio era que pagaba bien, y con regalos incluidos; además sus hábitos refinados y sus movimientos elegantes la hacían sentirse una dama a  su lado.

 

Hubo un tiempo en que se creyó enamorada. Lo esperaba cada viernes con cierto deseo.  Patricio le pedía que bailara, o que se maquillara, siempre de pie sobre la cama. El la observaba con rostro inexpresivo desde un rincón de la habitación durante unos minutos y luego se lanzaba tembloroso sobre ella, como si entre cada encuentro hubiese transcurrido un año, y no cinco días.

 

Todo era casi perfecto. Patricio nunca hablaba sobre él. Tampoco le permitía a ella hablar sobre sí, menos de los dos. Solo se miraban, y Sylvia debía entender.  Al principio, este mutismo le producía incomodidad, después se acostumbró. Patricio le regala flores, flores cuyos pétalos destruía y luego se los hacía colocar entre los muslos como un cementerio de jardín.

 

Sylvia sale del ensimismamiento. Termina de un sorbo lo que queda en la copa, y se va al baño del bar, para retocarse el maquillaje y esperar a Patricio. Ya en la habitación, juntos, todo marcha según la rutina: silencio, pasión, elegancia y súbito, dolor. Sylvia emite un agudo quejido. Patricio se incorpora extrañado y trata de leer en el rostro de ella: Sylvia suda, le corren lágrimas por los pómulos y libre del peso del hombre, hace de su cuerpo un ovillo y coloca ambas manos sobre su vientre, como si lo recogiera tras un desgarrón. .

 

Patricio sin hablar le retira las manos de la zona dolorosa y con la firmeza de quien conoce, palpa, examina. Sylvia le pregunta si es doctor. Patricio asiente breve. Mira con desconfianza a Sylvia mientras le dice que debe buscar un médico pronto. Se levanta y como si temiera al contagio camina hacia el baño para lavarse las manos. El dolor no cesa e Sylvia pregunta si él la puede ayudar, tiene poco dinero, pero le pagaría hasta el último centavo que invirtiera en ella sin importarle los sacrificios que tenga que hacer. Por primera vez, Sylvia le cuenta de cómo vienen los dolores, de lo que siente cada día cuando este la tortura.  Patricio, le vuelve a repetir seco, que vaya a un médico.

 

Sylvia se levanta de la cama, se acerca a la puerta del baño, y acariciando la puerta cual si fueran las espaldas de Patricio habla suave:

-           Si eres médico, ayúdame por favor, ayúdame a curarme.

-           Soy ginecólogo de damas, no de prostitutas…-dice frío y con cierta ironía.

 

La frase le cae encima a Sylvia como un fardo pesado.

-           ¿Cuál es la diferencia? Puedo ser más dama que cualquiera de ellas si me lo propongo… Todas esas señoronas son pura pose, se perfuman con Chanel para aplacar el olor a sexo de sus amantes, exprimen el bolsillo de sus esposos como vulgares prostitutas para pagarse sus caprichos, sus adicciones… todas las noches las veo por el barrio, buscando mujeres, niñas, drogas… Montadas en sus Mercedes se creen diosas y regalan los billetes con tal que alguien les mate el aburrimiento… Soy igual a cualquiera de ellas, si no mejor; solo que no tengo dinero.

 

Mientras Sylvia se defiende, Patricio cambia de color en el baño. Se quita su anillo de oro y la lanza al inodoro, se vuelve violento.   Aprieta sus puños y rompe el espejo. Al escuchar el ruido, Sylvia calla. Patricio sale del baño y la observa con asco, con ira…

 

-           Ni siquiera eres capaz de entender, A Sylvia se le acumulan las lágrimas y escupe el rostro de Patricio apenas a una cuarta del suyo. Patricio responde con un piñazo que la lleva al suelo y vuelve confiado sus espaldas. Se acerca a la cama a buscar sus ropas y Sylvia, rabiando, le arroja uno de sus zapatos, cuyo  tacón puntiagudo como alfiler se clava en un ojo de Patricio. No le parece suficiente y toma  la lámpara de noche entre sus manos y golpea la cabeza de este muchas, muchas veces, hasta que pierde las fuerzas y está salpicada de sangre.  

 

Espantada, se arregla corriendo el pelo, las ropas, y sin retirarse bien los rastros de sangre en el rostro y el cuerpo, sale a la calle gritando: ¡Soy una prostituta con principios!, en un rapto demencial  lo grita a todos muchas veces, mientras camina descalza, con la cabeza muy alta  y la falda corta teñida de rojo.   

   

Historias en guagua. Captulo 4

Capítulo 3 Juan Ernesto en la 5.  Guanabacoa es una joya de barrio. En la mañana el sol se va colando por las calles estrechas y sin llegar al suelo queda suspendida la luz en ventanas, rejas, balconcillos de madera, y le parece a uno que el tiempo no se esfuerza por pasar, algo de encantador tendrá esa hora que evoca por fragmentos principios del siglo XX. Juan Ernesto desciende de prisa por la calle San Cristóbal. La cabeza va apuntalada por los sueños a realizar. Este día ha salido más acicalado de lo habitual. Lleva una camisa blanca de mangas cortas, muy bien planchada, unos pantalones veich y zapatos del mismo color, aunque de tono un poco más quemado. En una mano lleva una mochila cargada de carpetas y en la otra unos cilindros de cartón, esos utilizados para cargar lienzos, y planos. A pesar de la carga su paso es ligero, debe llegar cuanto antes a la parada. Las siete y cuarto es una hora complicada para coger la 5, porque muchos como él, van para sus trabajos, la escuela y tampoco quieren llegar tarde.Desde que ve la parada, un mal presentimiento lo sacude, desacelera el paso por un instante y reconoce como su piel se le ha puesto de gallina. Con falsa convicción se dice a sí mismo que pasó una brisa, relaja los músculos y continua avanzando.  Hoy será su gran día en el trabajo y nada lo puede estropear. La acera esta cargada de personas y algunos en la calle sacan los brazos a los taxis.  Juan Ernesto acomoda todo en el suelo, ya está sudando, mezcla de ansiedad, miedo. Se incorpora al grupo de los que hacen señas. A los dos minutos, una guagua desemboca por la calle, y la gente se incorpora a su puesto, Juan Ernesto también.  Como siempre, está llena. En la puerta las personas  se arriman unos sobre otros, pugnan por ser los primeros. Se abren las puerta de atrás, baja una niña de uniforme primario, tiene el ceño fruncido. Se acomoda con sus manitas la saya, y se pasa las manos por el cabello. Todos esperan por subir, y así quedan, pues el chofer arranca sin recoger a nadie.  Se desencadenan los gritos... el chofer es bestia humana, h de p,  y hasta la madre recibe su afrenta. Cuando parece que los ánimos se calman se miran los unos a los otros y esperan. Luego de un rato, viene una guagua vacía. Es un ómnibus amarillo de techo bajo que se usaba en la transportación de los niños de las escuelas norteamericanas. Gracias a  las donaciones sucesivas de grupos de solidaridad, han ido engrosando nuestras bases de transporte. -- Arriba, el recorrido de la cinco a peso –grita el chofer cuando abre las puertas. El alboroto no tiene límites.  Una masa informe de personas se mueve como un acordeón. Nadie dice nada, todos respiran fuerte por el esfuerzo del forcejeo, y más que un grupo de personas se escucha una decena de toros en lidia por entrar a una lata de leche condensada. Una pierde su zapato y sin mirar al suelo, se mueve su pie descalzo por el suelo, una madre con su niña de la mano entra al molote a codazos mientras repite: “No llores, no llores...”  y a pesar de que su voz es firme, la letanía es dicha a sí misma que se asfixia entre la gente como feto en óvulo maduro. Con un paraguas enorme, un señor rema hacia la puerta, pero no avanza... alguien protesta por su instrumento y  casi al unísono sale disparado el paraguón hacia el medio de la calle. Son estos los horarios de cosecha de los carteristas, deslizan sus manos en los bolsillos y carteras desesperadas .Juan Ernesto intenta observar la escena impasible. Un ingeniero en telecomunicaciones fajao como un buitre por subir a la guagua, le parece una bajeza. Sin embargo, comienza a impacientarse al ver que el grupo no cede, todo lo contrario, vienen corriendo algunos y se suman al gentío. Con fastido respira profundo, se echa sus escrúpulos en los zapatos  y empuja , pisotea, atropella,  hasta alcanzar su meta.   Ya todos los asientos están ocupados y los pasillos comienzan a ponerse molestos de transitar. Se coloca al frente de una pareja que parecen muy soñolientos , acurrucados uno junto al otro , ajenos al mundo que se sacude. La muchacha nota la presencia de Juan Ernesto y amable le pide sus cosas para cargárselas durante el viaje. Eureka. Al menos irá cómodo, deposita en las piernas de la muchacha sus pertenencias y se da cuenta de que le falta un estuche.Siente que le dan un golpe en la cabeza,  el impacto resuena en sus rodillas. No sabe qué hacer.  Mira al pasillo y descubre en el suelo, echo un estropicio, los planos de la instalación que le costó semanas preparar  y que debía presentar esa mañana  a sus jefes.  Corrió entre la gente a salvar sus ideas, pero poco podía hacer.  Se sintió traicionado por el destino. ¿Qué diría en el trabajo? Esta era su gran oportunidad de sobresalir. Habían dejado en sus manos una parte del diseño de  la instalación del nuevo equipamiento y por una perrera tumultuaria perdía la luz. Algunos lo miraban extrañados, la muchacha auxiliadora le sonrió, era su respuesta nerviosa a la cara de cadáver de Juan Ernesto. Manoseó un poco más las cartulinas y con un optimismo de pantano se consoló a medias pensado que dada tiempo a hacerle un retoque antes de mostrarlo.La guagua se pone en movimiento y Juan Ernesto observa por primera vez a los que le rodean. A sus ojos se asoma un destello de envidia al ver el abandono y comodidad de la pareja frente a él. La muchacha descansa en el hombro de su novio,  un hilillo atrevido de saliva se asoma a sus labios relajados y desciende hasta la camisa del acompañante.   Ellos flotan por el mejor de los universos, el que consiente los sentidos porque todo es posible. Sin embargo, Juan Ernesto teme por su cabeza, la amenazan los codos de los otros pasajeros y un cansancio denso como yogurt producto de las noches días sin dormir y preparando su exposición.  Sus nervios son un manojo de cascabeles, cada roce de alguien por el pasillo lo irrita y repugna. Vuelve a pasear la mirada alrededor.  Una niña pequeña comienza a llorar. La fortaleza de sus agudos compiten con los  de María Cala. El señor del paraguón, saca un radio portátil de mediano tamaño y a todo volumen se lo acerca al oído.  Su sordera es evidente. Nadie protesta. Una señora gruesa a cada susurro al oído de su acompañante, vomita una carcajada infernal, de esas que salen del fondo de un estómago lleno. Repugnante se inclina hacia atrás y la vista se pierde por su  garganta, un túnel púrpura y fétido. Un manisero, a deshora, promociona su producto dentro del ómnibus, los que por prisa o carencias no desayunaron se desquitan con los cucuruchos de maní tostado. Una joven vestida de azul claro, como una flor silvestre, lee la Biblia en voz baja, un susurro de Corintios la envuelve y acompaña. La madre que un rato antes pidiera a su hija colegial que no llorara para subir al autobús, le echa  una descarga airada a la pequeña que no aparta la vista de la ventana . Tiene ese ensimismamiento infantil que protege los sentidos de las criaturas más frágiles. Para Juan Ernesto, esta guagua se convierte en uno de los Círculos del Infierno de Dante. Tiene deseos de salir corriendo y dejar atrás su cabeza. La cabeza está pesada, pero siente que desde arriba , por el centro, una espada de acero intenta perforarla, dejarla libre de su angustiosa carga. Sin que lo desee, vívidas recuerdos se acoplan para formar un gran muro... Se cae de la mata de mangos del patio de la casa, su hermana mayor lo abofetea por mojar sus libros, su madre prepara la mesa y  14 ojos silenciosos siguen sus movimientos... El chofer frena bruscamente en la esquina de Infanta y Manglar. A todos sorprende, pero nadie protesta. Ya falta poco para llegar al Ministerio de Comunicaciones, es allí donde trabaja Juan Ernesto. Para ser recién graduado no es mala ubicación. Aunque tenga que echar los pulmones por el esfuerzo, se ha propuesto llegar a ser un directivo  antes de los 27. La primera prueba será hoy y teme que nada podrá salvarlo del papelazo. Le sudan las manos y, de pronto,  cae al suelo de la guagua retorciéndose. Corren las exclamaciones, le piden al chofer que pare... y las convulsiones no cesan. Le hacen sitio en el pasillo. Algunos se bajan , forman algarabía los ignorantes de que es solo un ataque de epilepsia. Alguien propone llevarlo al hospital. Lo bajan de la guagua y se busca un auto que lo lleve al hospital. Una señora pregunta por las pertenencias de Juan Ernesto, le dan dos cilindros de cartón, uno de ellos bien deteriorado y la máquina se pierde con el pito abierto por toda la avenida.                                                                                                                     

Capítulo 3. Historias en Guagua

Capítulo 3  Rebeca en la P1.   

Rebeca es enfermera. Ha salido de su casona colonial corriendo, mira el reloj con desesperación y apura los pasos hacia la parada del P1. Hoy es su primer día de trabajo después de dos semanas de vacaciones, en las que se aburrió como un gusano bajo una piedra.                

Al doblar la esquina de Concha un vecino la saluda, pero Rebeca no da tiempo a ceremonias, su mano flota en el aire y luego regresa ansiosa a la cartera. Mira de nuevo el reloj, son las seis y media. Sus nervios anticipan la llegada tarde. Se angustia. Pocas veces a llegado tarde, le sobran dedos en la mano para enumerarlas, cada una las recuerda vívidamente... solo de pensarlo, las orejas se le ponen rojas. Acelera el paso y justo al cruzar la calle, la P1 desemboca de la esquina y Rebeca sonríe para sí. Está salvada, aunque la parada se asfixia por una multitud.

Rebeca agita un brazo y justo frente a ella se detiene un instante la guagua. Sube. A esta gentileza debe corresponder como se espera, besa al conductor, luego al chofer que bromea con cierta intimidad sobre la pureza de su uniforme. Rebeca sonríe breve y los ojos se le pierden en el pasillo de la guagua hacia el fondo. El chofer insiste en que permanezca cerca, justo detrás de él, para seguir conversando, pero ella se niega gentil. Una excusa tonta y pasa la barra numeradora en busca de paz para su enfermiza timidez.A pesar del respeto del pueblo por el uniforme blanco, el incidente destapa las protestas. -- ¿Desde cuando esto es un taxi?   --pregunta molesta la primera señora que sube—yo voy a ver si cuando yo les saque la mano ustedes van a parar también...                 --  Arriba, con el menudo en la mano y al fondo, –cae en oreja rota la protesta, el conductor no quiere contestar a la indirecta–     y por favor, suelten el tubo que eso crea vicio.  --  Eso fue una falta de respeto. Es como si yo no los atendiera en mi trabajo porque ustedes no son amigos míos... –vuelve a la carga la señora.   --   Mi tía, es temprano pa` hablal tanto. Camine al fondo, que todo el mundo no desayunó tan  bien como usted  --dice el chofer en tono firme.      Y al parecer, la frase catalizó una escandalosa reacción de la protestona...                   --  Yo no soy tía suya...!!!                   --    Ay, señora, era un forma de decir...  tía, abuela,  ¿qué importa...? Lo que tiene que hacer es avanzar que tiene la cola trabada... – le resta importancia el chofer.--  Ustedes están muy equivocados... Maltratan a uno, se creen los dueños de la guagua y para colmo...--  Oiga, nooo –interrumpe el conductor—vaya a otra parte a bajar el cassete ese.   Los más cercanos a la escena miran indolentes, otros sonríen y la mayoría pone cara de hastío. Cuando aún no son las siete,  toda cháchara molesta, sobre todo si el desayuno fue una taza de café.  De manera que la heroína del respeto perdido calla y se adentra en el pasillo rumbo a la puerta.

  Esta es apenas la segunda parada de la guagua, y es poco probable que recoja diez personas en la próxima escala. Rebeca está en posición de fuga junto a los asientos más próximos a la puerta de salida. Aun demora su turno de bajar, pero las guaguas son sitios de donde le gustaría salir huyendo y lo hace, siempre lo logra.  Recuerda  a su  padre cuando se despertaba a las cinco y media de la madrugada; ponía Radio Reloj con el volumen alto, para que ella lo escuchara en su habitación.  Con dos golpecitos en la pared le daba los buenos días y era entonces que bajaba poco a poco la radio, hasta en dejarla en un hilo orientador, un hilo que  se cortaba totalmente cuando Rebeca salía para el trabajo. Lo extraña, no disfruta de esta aparente libertad. Se siente sola.

  Sonríe, los pasajeros pensarán que está loca. En el año noventa y tres, cuando la cosa se puso mala y los apagones eran constantes, recuerda que un día por la tarde, su padre se apareció con un gallo criollo. Sin decir nada, se fue al patio con el animal en los brazos.  Rebeca contenta se metió en la cocina y puso agua a calentar . Se afilaba los dientes pensando en la sopa y en el gallo en salsa que prepararía. Cortó especias, arrancó dos hojitas de orégano y ya sus labios estaban a punto como el agua hirviendo.-- Papá, papá...traiga el gallo que se va a chupar los dedos esta noche...                             -- ¿Qué tu estás pensando Rebeca? –preguntó su padre—Ni se te ocurra ponerle un dedo encima a ese animal, hasta que no se acaben los apagones ese será nuestro reloj... -- Por Dios viejo... ¿Desde cuándo usted no come carne?  ¿ No le parece que vale la pena olvidarse de la hora y pensar en el estómago?-- No. El gallo será el reloj... a usted le he enseñado que el único enemigo del hombre es el tiempo, y para mantenerlo a raya hay que saber cómo marcha...--  Papaaa... –salió como un reproche—déjese de tanta...            -- No se habla más del gallo –tronó el patriarca.

  Desde la muerte de su madre, Rebeca prometió no llevarle la contraria a la única familia que le quedaba. Algo la hacía intuir que su madre había muerto por rabia. Demasiada casualidad que de un día para otro amaneciese infartada. Unas horas antes del deceso, ella regresaba de una fiesta  en la que por primera vez desafiaba la autoridad materna, con la extensión de la hora de regreso. Desde su adolescencia, la única voz que tomaba decisiones en la casa era la de José, su padre, y por un gallo no pensaba romper su promesa.  A los dos meses, el hambre era insostenible... el menú oscilaba entre plátano burro, frijoles y arroz. Ninguna circunstancia alteraba la dieta hasta que después de un almuerzo preguntó:--Rebeca, ¿a qué hora cantó el gallo hoy?.    -- A la de siempre papá –respondió con el mal humor que antecede una digestión de bazofia.        -- No, hoy se atrasó... yo creo que ese gallo se está poniendo viejo.Esta conversación fue la luz verde que creyó necesitar Rebeca. Ese mismo día por la tarde,  preparó el ave para un suculento fricasé... bueno tuvo que darle un poco más de candela de lo previsto, pero nada importante comparado con el gustazo.  En la mesa, José preguntó incrédulo... -- ¿Tu no habrás matado al gallo? .¿Verdad?.  --  No que va, --contestó con ironía—se cayó muerto de viejo. Y siguieron saboreando el reloj en silencio. Así muchos tuvieron que poner sus sueños, sus principios sobre la mesa para que fueran devorados por los miembros de la familia. La obsesión de José era el tiempo.                    

  El bamboleo del viaje, la puso medio alerta, aunque de nuevo se marcha... Recuerda el día que Roque  fue por primera vez a la casa. José lo examino de arriba abajo sin piedad, dejó caer un “buenas”, seco, más descortés que un silencio y se fue al patio rumiando ira. A la visita del día siguiente, si ya Roque no pudo más y le soltó que era el novio de su hija. ¡Con 32 años y pidiéndola como una quinceañera!, se repetía interiormente Roque. No tuvo respuesta de José, ni una mirada fría, ni un gesto de aprobación. Sostuvo con la mirada inexpresiva la figura del Don Juan, fue solo un instante que parecía un siglo, como eso momentos de tensión durante el duelo a pistola de dos cowboys del oeste.  José pidió permiso, se marchó a la habitación y solo salió cuando Roque se despidió.                                                                                                              -- Rebeca,  ¡ese hombre no tiene espíritu!.   -- Papá, Roque es muy bueno, aparte yo no lo quiero para hacer una misa sino para casarme con él –respondió con rabia. Un frenazo llama la atención de Rebeca y de pronto viene hacia ella, rozando con todo el mundo, y arrastrando en cada mano un muchacho similar al otro, una mujer rubia, de piel tostada... -- ¡Rebeca !!, si no te acuerdas de mí,  te mató... –dice sonriente.                                 

Rebeca no la recuerda, pero no duda en responder con entusiasmo al saludo. Busca en su memoria. Esta señora de vientre abundante, maquillada en exceso y ojerosa que la saluda no se le parece a nadie...    -- Ay, tus niños están grandísimos –exclama Rebeca y agradece que los hijos siempre tengan algo de los padres.   -- ¿Tu ya conoces a los gemelos?  ¿Cómo? Oye, Rebeca, creo que desde la Secundaria nunca más nos habíamos visto... exactamente desde la fiesta de Ángel. ¿Recuerdas? .                     Asiente despacio y el telón se corre. ¿Esta mujer llena de canas y barrigona era contemporánea con ella? La cabeza le dio vueltas por la turbación. Se pasó nerviosa la mano por el cabello, e imagino que si sus treinta y tres lucían así, de seguro ni las moscas se le posarían.  Aquel encuentro la entristeció, vendrían las preguntas de rigor sobre lo logrado y Rebeca tenía poco que contar.  La Verónica gesticulaba, sonreía y hacía su historia, de testigos todos los pasajeros cercanos que permutaron su foco de atención hacia aquel encuentro de amigas. Rebeca no la escuchaba, no podía concentrarse en su discurso, antes pensaba en qué decir...   -- ¿Y tú? – pregunta Verónica y pone una expresión dulzona, como de quién espera caramelos.    -- Yo bien – contesta, pero hay mismo se detiene insegura, penosa de hacer pública su tragedia ante el creciente número de observadores.                     Las observan unas seis personas, escuchan más. Verónica continua con la sonrisa congelada y Rebeca siente deseos de escapar por la ventana. Deja que su vista vague un instante por la  calle y un pisotón de los gemelos la regresa a la situación... Todavía Rebeca espera con la sonrisa congelada...   -- Mi papa se murió hace tres meses –dice bajito.    -- Ay, Rebe, ¡que pena!... ese es un golpe terrible.  Rebe... Rebe... ¿Rebe? Esa forma de llamarla al fin le abre la gaveta. Esta es la rubia más deseada de la Secundaria, que anduvo un tiempo con ella porque se sentía más segura de sí cuando alguien decía: “por ahí vienen la bella y la bestia”. Rebeca se siente derrotada, poca cosa y llena de tiempo inútil en su memoria. Baja los ojos y espera, ¡por Dios!, que Verónica no haga la gran pregunta...   -- ¿Y tu esposo? – dice Verónica.

   Rebeca se toma su tiempo, se moja los labios, como si de ellos pudiese desprender las palabras y doce ojos están atentos a su respuesta, más doce orejas y quién sabe qué otro chismoso con los sentidos orientados a la conversación.  Siente que la gente la aplasta, la guagua se detiene y montan por detrás varias personasa que aplastan  la una contra la otra...Rebeca le responde a su amiga con los ojos, pero la otra no entiende.-- ¿Qué dijiste? –pregunta dudosa Verónica-- No estoy casada, mi novio, con el que me iba  a  casar se fue hace un año para los Estados Unidos. Hace poco me llamó y quiere que me vaya, pero no le perdono la renuncia, además le prometí a mi padre antes de morir que nunca lo buscaría. Acá está lo mío, ¿no?. –todo salió de un tiro y parece que aun le empujan la lengua pero calla.  La desilusión se instala en los ojos que salen por la ventana en busca de imágenes distractoras.

   Verónica se baja en la próxima parada, se despide con la mirada triunfal de antaño cuando le contaba sus aventuras amorosas  y esta, incapaz de aportar algo,  escuchaba embobada. Verónica, con una sonrisa amabilísima –demasiado para ser franca- le desea buena suerte a la amiga. Lleva los gemelos a rastras por la escalerilla, se pierden en el tumulto de la acera y Rebeca respira profundo, más cansada que aliviada.  Se concentra demasiado en negar a sus oídos, algo que  expresa su piel, su mirada, su olor. Es una mujer triste e incompleta, que se concentra en su trabajo para vivir. Una mujer sin volumen, que ha hecho de la obsesión de su padre, su obsesión, que  ha hecho de la fe revolucionaria de su progenitor, su fe... una mujer desamparada por el hombre que amaba. Se siente la más infeliz, la más inútil, la más grotesca y triste. Por primera vez, busca alrededor de sí; descubre espejos en sus rostros. Los otros también parecen  incompletos, permutaciones de sueños náufragos,  luchadores sin motivo. Sacude la cabeza, y desea que la guagua tenga alas para llegar rápido al hospital “Calixto García”. Entra por el pasillo y solo el olor del lugar la reconforta. Las penas de los pacientes la ayudan a levantar los pies. Una niña con un vestido de flores se recuesta de Rebeca, a través de esta manito, le llega no sé qué murmullo de pájaros y se relaja, se marcha a un lugar con arroyo y brisa húmeda; allí permanece hasta que un frenazo de la guagua la incorpora a la pesadilla colectiva. Debe bajar de la P1. Vuela sobre los escalones y ya en la acera se inspecciona la ropa y el blanco continua inmaculado. Se acomoda una de las medias, organiza su flequillo. Levanta la cabeza y comienza a andar, en diez minutos estará en su reino, salvada. 

FIN 

Capitulo 2 Historias en guagua

Capítulo 2 

Manuel en la 23.  

No creo que las moscas sean alcohólicas; sin embargo, el recuerdo de viejos aperitivos puede ser la razón que las ata al mostrador de un bar-cafetería de esquina. Uno de los muchos que existen en la Habana. Cuarenta y tantos años atrás era una bodega, o una fonda privada que la Revolución hizo de todos y para todos, especialmente para hombres como Manuel. Un cliente fiel, no importa el tiempo atmosférico, ni la hora; tan fiel que ya tiene su rincón: justo en el extremo izquierdo de la barra, a unos pasos de la puerta, por donde se escapan envueltas en alcohol sus reflexiones, sobre la vida, el béisbol de la temporada, el transporte público, las formas de cocinar la proteína  vegetal, y otras menudencias cotidianas. 

Cuando no desea hablar, –como hoy- su rostro se transforma en una máscara abstracta. Los ojos sepultan su brillo e incapaces de reposar en objeto alguno parece como si miraran hacia dentro. Al que lo viera por primera vez, pensaría que es un bobo escapado de alguna sala de psiquiatría; sin embargo, los vecinos del bar saben que ese es la expresión del desamparo y la vacuidad. Ni las moscas impertinentes lo sacan de ese sitio al que se marcha su memoria después de media botella en días tristes. Alguna veces bebe tanto que no se emborracha, se le enturbian los sentidos y cae en una especie de letargo... del que regresa sin recordar absolutamente nada. Manuel es un hombre con el orgullo sumergido en alcohol. 

Manuel es tramoyista de un pequeño teatro. Allí ha trabajado durante diez años, junto a la sala ha ido de la gloria a la decadencia. Aunque ambos están ciegos para ver su propio ocaso. La guagua 23 es su transporte de siempre, conocedor al detalle de los horarios de dicho autobús, luego del trago matutino en el bar de la esquina, con la punta de tres dedos se acomoda mecánicamente los cabellos detrás de la oreja. Delicadamente coloca la silla  abandonada bajo la mesa. Despacio, engrasando las muletas del espíritu, da tres pasos hacia la puerta, ya en la acera se dirige  hacia la parada de ómnibus como quien marcha a escena con un papel protagónico. Ese ha sido su rito cotidiano. Hoy hace lo mismo, pero lo pausado de la marcha anuncia la última función.  Atrapado en los finales de los años setenta, Manuel usa camisas de flores o con adornos de colores vivos. Sus únicos zapatos de tacón cowboy, son voceros de sus pies gordezuelos. Los pantalones fueron robados de un museo de tejidos chinos, laster le dicen, ya imposibles de encontrar en las tiendas de antigüedades. Esta indumentaria, lo sitúa fuera de la isla, en los predios de lo ridículo, pero Manuel no lo cree así y aunque se esfuerza, ni con ello logra llamar la atención. Es como si sobre su cabeza llevara un velo que lo hace invisible, ordinario, incapaz de  producir un comentario interesante alrededor de su persona.

Son las dos de la tarde, y tal vez por el sol y el calor, el velo de siempre ha redoblado su opacidad y tristeza, Manuel camina aplastado por él.  

En su mente repite frases que al parecer conforman su alocución de autodefensa ante un tribunal.-- ...no la voy a realizar. Me voy, tengo ese derecho... --repite con falsa certeza.  Sin darse cuenta ya está en la parada, no pregunta y se coloca junto a una señora mayor que como siempre, no le dedica ni una mirada, solo se retira un poco por la fuerza del olor a ron que le anuncia posibles peligros. Justo dos minutos después llega la guagua.   No está llena, y Manuel consigue sentarse, el aire que entra por la ventanilla aumenta su mareo... como un caleidoscopio la ciudad desfila. No logra precisar los rostros, ni los bordes de las formas, parecen bultos de soledad en movimiento. Se acerca uno todo rosa fosforescente, pasa y se pierde, luego otro totalmente gris que en una esquina alguien revuelve y su contenido salta para regocijo de unos ... ¿gatos?. 

 Los edificios le parecen grotescas maquetas de cartón, semidesplomadas por dentro y por fuera, se bambolean con el aire.  La 23 comienza a latir en la medida que se incrementan los viajeros. Suben los murmullos, y las más ásperas expresiones vienen de la puerta donde un señor con una jaula de pájaros, interrumpe el paso. El señor se acerca al rostro su fauna en prisión. Parece que intenta escapar y es la jaula como una pantalla de TV, se la pega a la nariz. -- ¡Ahora sí! ... ¡Coño, el único que falta en esta guagua es Tarzan!. – exclama exasperado un joven todo de blanco, con muchos collares de religión. -- Al que le moleste la jaula que coja un taxi... – sale en defensa una señora de un pañuelo de colores  -- Tiene razón, esa jaula es muy grande para llevarla en la guagua –una voz de corneta china acomete desde la esquina.   -- ... y el olorcito a mono de zoo que tienen... ¿esos son pájaros o gorilas? –se burla el purísimo—oiga yo creo que en la guagua está prohibido montar animales.-- Contigo basta, ¿no?, --dice rápido una mujer madura y enseguida cierra el rostro. Y muchos ríen, y sudan, algunos bajan la cabeza y los elegidos, como Manuel intentan escapar por la ventana.   -- La culpa es del conductor por mandarlo a montar por detrás, –apunta el cornetín – ese infeliz esta condenado a rozar con todo el que se baje, y ya tu sabe, en la ropa te deja un recuerdo.   Y despacio, densa se derrama la malicia criolla sobre este pobre señor que desea estar dentro de la jaula para ver si prisionero, cesa el acoso.--“ ¡Ahora sí! ... ¡Coño, el único que falta en...”. “ Esa jaula es muy...”. “...esta guagua es Tarzan!.” – exclama exasperado un joven todo de blanco, con muchos collares de religión. “Al que le moleste la jaula que coja...” “...¿esos son pájaros o gorilas sin desodorantes?” “... un taxi.”– sale en defensa una señora de un pañuelo de colores. “...muy grande para llevarla...”. “...está prohibido montar animales”. “Contigo basta, ¿no?,” --dice al inmaculado una mujer madura y enseguida cierra el rostro. “...llevarla en la guagua –una voz de corneta china acomete desde la esquina. “... y el olorcito a mono de zoo que tienen.”–se burla el purísimo— “oiga yo creo que en la guagua está prohibido...” “...mandarlo a montar por detrás, –apunta el cornetín – ese infeliz esta condenado a rozar con todo el...” “La culpa es del conductor por mandarlo a ... todo el que se baje, y ya tu sabe, en la ropa te deja un recuerdo” . Y despacio, densa se derrama la malicia criolla sobre este pobre señor que desea estar dentro de la jaula para ver si prisionero, cesa el acoso.

Junto a Manuel se sienta una muchacha joven , de esas que hacen a los hombres sacar las mejores frases de su tumba de simpatía. Manuel lo intenta, pero algo en su olor a alambique, es como un muro para su compañera de viaje. Silencio a un piropo, pasa; pero silencio a una pregunta es mala educación . Como un suicida se lanza: --¿Qué hora es, preciosa?. La primera en responder es la mirada, unos ojos café, -líquido oscuro y sin mezclas- fulminan con asco los labios de Manuel, luego su nariz y finalmente destrozan los ojos verdes del inquisitivo.  Primero un rictus nervioso en los labios que cierran el paso a las verdaderas palabras de hiel --¡¡Que pena, mi reloj está roto!! –dice la joven con falsa aflicción . El desesperado nunca gana.--  La verdad que es una pena porque está de lo más lindo; claro, no tan lindo como usted, bueno te puedo decir tu, ¿no?. Mira mi nombre es Manuel,  --extiende la mano y el gesto no recibe respuesta--  trabajo en el Teatro el Sótano. Soy un hombre del mundo del teatro –sale enorme por la satisfacción esta frase de su rostro--, bueno hasta hoy a las cinco lo seré porque voy a pedir...” Colgada queda la intención de ser algo más que gentil con lo bello. La joven hace un ruido de molestia y se para  del asiento, se apura hacia la puerta, huye del Diablo. Ocupa su puesto una señora de cincuenta y tantos años. Su maquillaje es una apología a la ausencia de rasgos faciales. Las cejas pintadas con lápiz, los labios rojos hasta por fuera, un pañuelo esconde su cabello y sus orejas, otro en el cuello esconde arrugas. Ella tampoco lo ve, pero no puede controlar los deseos de comentar, lo importante es que sepan que ella tiene lengua. -- Óigame, cómo se ha demorado esta 23 –se queja la dama de los pañuelos. Y esto es apenas una maniobra, la batalla campal viene ahora-- Creo que llevo cerca de dos horas esperando, como esta ruta nada más que tiene un carro.  La verdad que uno sale a la calle por necesidad, porque como esta el transporte uno debería encerrarse en la casa  y no moverse ni para buscar la comida, pero claro, si uno no la lucha ¿quién lo va a hacer? . Hay que tragar seco y contar hasta mil para subirse a estos cacharros. Sí, porque estas guaguas son cacharros; si no, ¿a quién se le ocurre hacer unos pasillos tan estrechos...? Para mí que la Mercedes esta vez se quedó sin seso. No, y usted está del lado de la ventana , que el menos para afuera puede refrescar, pero óigame batallar con el pasillo es una desgracia... el roza-roza, los que te  colocan la cosita en el hombro como si fuera un nido, los que te meten la cartera ahí mismo pegado a los ojos...” Cualquier recurso era válido para apagar una ametralladora en ráfaga.-- ¿Señora, qué hora tiene? –pregunta Andres .-- Son las dos y media – le responden sin respirar y ya la frase está a tiro-- ¿Por qué? ¿Estás retrasado?.Una pausa increíble es la oportunidad para arrebatar de sus manos el monólogo.-- No  --y es evidente que no desea decir más .-- ¿Va para el trabajo?.-- Sí   –responde Andrés y trata de perderse por la ventana . -- Gracias  a Dios que yo me retiré hace tres años, sino ahora estaría halándome los pelos. Como está la cosa, yo no le trabajo al gobierno, ni loca ; porque, usted le trabaja al estado, ¿no? Eso de la plusvalía es cierto, pero es mejor una cadena de oro, que un cielo libre con nubarrones... en lo primero se está seguro, en la segundo, siempre un rayo acaba  achicharrándote.-- Trabajo en el teatro –y Andrés parece aturdido de tanta elocuencia absurda.-- Lo sabía, al artista se le reconoce nada más que de mirarlo. -- Soy tramoyista. -- ¿Qué es eso? –pregunta con la sencillez de una niña de tres años.-- Los que están escondidos mientras dura la función y que garantizan la escenografía y el movimiento de los telones.-- Sí, si, ya sé... bueno pero ustedes son artistas también, y yo diría que más que los otros... -- Hoy pido la baja –la interrumpe Andrés. -- ¡Ay, que lástima!. ¿Y para cuál teatro se cambia?-- No sé, pero a mi nadie me hace la vida carroña. La directora es una fresca y una rata...-- ¿Lo amenazó? – pregunta curiosa la vecina.-- La tiene cogida conmigo, me quiere votar del trabajo... óyela, óyela... –finge la voz de soprano- “...vamos a tener que prescindir de sus servicios”. A mí, a mí que soy insustituible, que trabajo como una bestia y sin pedir nada... Ahora cuado me vaya ella va a saber lo que es “prescindir...”-- ¿Por qué con usted?--  No sé, ahora se ha agarrado de que soy muy tomador... que soy un alcohólico... basura para agarrarse de eso y hacer lo que le da la gana...-- Mire, ella será muy directora, pero no puede hacer eso... ella no es la dueña del lugar. Quéjese en el sindicato y si hace falta hasta los tribunales la lleva.-- No. No le voy a dar el gusto de que me bote, me voy...-- Oiga, se va sin luchar, con la moral entre los pies, así le está dando el gusto... Andrés no responde. Se agarra fuerte al tubo del asiento que lo antecede, las dos manos se le ponen rojas por el exceso de presión. Comprende la acompañante que es necesario hacer silencio, sino algo puede estallar. Rompe la tensión un bache en el asfalto, el salto acomoda a la gente que ya no se mide para vociferarle al chofer .

La 23 continua llenándose y la promiscuidad es excesiva, dolorosa. Los que están da pie, a cada roce del que se mueve por el medio del pasillo se precipitan hacia los asientos.  Sienten como sube el calor . El olor a cuerpos sin cosméticos, se te agarra a la nariz y asciende con patas de ventosas hasta la cabeza y sin intenciones de quedarse allí, desciende al estómago en un tsunami de jugos gástricos. El olor es una mezcla de huevos hervidos podridos, colonia barata, cebollas, rebaño de ovejas, sudor de pies en botas húmedas... se  carga la atmósfera. Por suerte, ya la parada del teatro se acerca.  Andrés se pone de pie, sin despedirse de la dama del disfraz, cruza por sobre sus piernas. Ya en el pasillo no mira atrás. Alguien como ella,  incapaz de quedarse callada aun cuando las palabras sobran, se despide con un adiós, meloso... cargado de una amarga dulzura. Manuel lo siente así en sus labios y no responde a la despedida. Su cabeza está en otra parte.   Camino de la puerta, no piensa, está tan cansado que solo siente: unas nalgas enormes como un  sofá, una jaba de nylon con latas de cervezas y refrescos vacías, unas botas de cuero durísimo bajo su pie izquierdo, y ya casi frente a la puerta de salida está la jaula. Se abren las puertas y todos deben esquivar la mole de aluminio y plumas, Andrés no puede, se aplasta contra ella y ya casi libre en el último escalón sus pies se enganchan de algo y cae tendido en la acera. Ni el bullicio, ni la asistencia de los más próximos lograron que abriera los ojos. Se había golpeado la cabeza.                                                             

                

 

           FIN DEL CAPITULO 2

 

         

 


HISTORIAS EN GUAGUA. CAPITULO 1

CAPITULO 1  

Iona en el M7. 

Cuando la Habana se envuelve en sombras, la suciedad de sus fachadas se esconde bajo la cama. Es la hora en que empiezan a brillar ciertos personajes del bajo mundo. Nacen los artistas de la noche, los buscavidas, los sobrevivientes del espíritu bohemio, a ese grupo deforme Iona se quiere sumar esta noche.    Han transcurrido cerca de 20 minutos de espera por el M7. En la parada la gente comienza a moverse como recorrido por hormigas. Una anciana con una jaba enorme y llena de sabe Dios qué sutilezas,  descarga su ansiedad con gritos que mutilan el movimiento de dos pequeños,  parecen sus nietos. Una mulata alta,  con unos pantalones que le cortan la respiración a los muslos se retoca el maquillaje bajo las luces que se escapan de una casa. Su vestimenta anuncia con luz de neón  que va a pescar dólares al centro de la Habana. La manera de moverse delata que aún tiene el polvo del pueblo de campo dejado atrás. Dos adolescentes gesticulan molestos. Se arreglan las camisas con bruscos movimientos de hombros. Comprueban el brillo de sus zapatos. Miran hacia todas partes, como en busca de público para su acicale.    

Iona también pasea la vista por los alrededores. No le gusta el entorno y sus ojos disminuyen de tamaño, tanto como si se asomara a una pesadilla, una pesadilla más triste que espeluznante.  Nunca le ha gustado Luyanó para vivir. Es un barrio arrimado a la urbe, al menos en apariencia. La gente deambula mustia y desaliñada. Evocando el espíritu de los pueblos de campo. Los aguaceros inspiran a  niños –y los que no lo son también- para darse un baño. Los mejores  son cuando el agua cae con fuerza brutal sobre los músculos removiendo viejas secreciones de catarros postergados con remedios caseros.  Las casas de Luyanó han olvidado seguir un concierto lógico. Cada quien, “dueño absoluto de sus dominios” ,  como perro desconfiado marca el terreno con monótonas estructuras de hierro. Las pinturas menguan sus tonos  bajo cada jornada de sol y ya en las noches, el tedio recorre los portales donde se reúnen las familias para escapar del calor y de la programación infernal de la TV. Ciclo diario de fuga que solo se rompe a la hora de la telenovela, o las películas.   Son las ocho y media, y el M7 no llega.   Iona sabe que es temprano. Es ahora cuando los turistas están sumando energías a sus cuerpos en los restaurantes. Luego, saldrán a dar el paseo de rigor por el Prado , o por Obispo, o por la Avenida del Puerto y es ahí donde ella debe estar.  Hoy es su primera noche . Se entretiene en examinarse: el vestido rojo profundiza sus breves curvas, parece envuelta en una llamarada, los zapatos y la cartera rojas también le aumentan el volumen y ya no parece una joven de 20 años, sino una experimentada flor nocturna.  

Se acerca el camello. Como en un rebaño con perro pastor  la gente se dirige a las puertas del medio. Todos los que esperan penetran poco a poco, callados y con cierta ansiedad en este monstruo de hierro que el sol achicharra al mediodía y solo refresca en la noche. A su paso, las calles se estremecen. Su pitazo de aviso, tapa los oídos y llega al estómago, sobre todo si está vacío.  El roce promiscuo es inevitable. Un muchacho de pulóver verde lo exagera con la anciana de la gran jaba, contrario a lo esperado, su respuesta al alevoso contacto es una mirada zalamera, burbujean sus atractivos dormidos por el desuso. Le sigue de cerca Iona quien ahora solo piensa en regresar a la casa con dinero para callarle la boca a su mamá por unos días. Sube a la terraza, o mejor , el grupo la sube.  La mejor posición en un camello es cerca de la ventana. No hay salida de emergencia en estos monstruos, por eso siempre es bueno acercarse a la entrada de aire. Entre ardides de codazos y distraídos empujones logra llegar cerca de la ventana. Tras recorrer las primeras cinco cuadras intenta alejarse, de las escenas que le muestra la Habana... parece una anciana envuelta en mortajas, y ya sin color, la ceniza inherente al mundo de las sombras es la única tonalidad perceptible. Es la cara de todos los días, la que ha visto desde niña;  pero hoy, especialmente hoy se le hace insoportable la Calzada de Diez de Octubre.    ¿Quién le dijo a su madre que ella no sabía ganarse el kilo? Recuerda. Lo peor que podría pasarle sería  tener que ir a Santiago junto a su padre. ¿Para qué? Si toda la vida, la mamá la crío con su salario y algunos inventos: maní en los puntos oscuros del Malecón, recoger apuntes de bolita y lo que apareció siempre alcanzó para las dos. Ni aunque su padre le consiga el mejor trabajo del mundo se muda. Levantarse y ver solo lomas alrededor, sería aun más deprimente que ese mar que todos los días se burla de uno, juguetea y salpica a los que sentados en el muro esperan algo. A veces su madre está lenta... ¿es a eso a lo que llaman vejez? Tiene miedo de llegar a esa edad con la misma mirada rota que su progenitora. No, eso no se hizo para ella. Lo de jinetear no es tan buena idea, pero es la mejor manera de conseguir dinero rápido y así tal vez los ánimos se calmen en su casa. Pero a Oriente , nunca. Ni muerta.  Aunque allí, con trabajo y dinero, podría ser más libre pues su padre es de los que esquiva las moscas para no molestar, pero dejar la Habana, su Roma, le sabe a derrota.  

Cuando  el camello coge una curva aprieta muy fuerte los tubos para no perder el equilibrio. Para entretenerse se le ocurre sacarle historias a los rostros cercanos, sobre todo a los hombres atractivos, los observa con insistencia, es  una especie de ensayo para comprobar que tan alto hablan esta noche sus hormonas. Sus radiografías se detienen por el grito de una señora mayor.--¡ Ay mi madre!,  me han robado la cartera... – y el murmullo bajo se rajó con un silencio absoluto --¡Qué aparezca ya,  sinooo la formo ...!Un oleaje de exclamaciones se extiende. Los más cercanos giran hacia ella, Iona también.               -- Conductor,  conductor para ahí que voy a buscar un policía. Hace rato que en su inspección masculina Iona descubrió un policía. El pobre, en este momento lucha por hacerse casi imperceptible. Se hunde en su ropa azul, pero siempre rondan indiscretos...              -- ¡Aquí hay uno!. Obligado por las circunstancias a desempeñar su rol, truena:              -- Vamos a ir todos para la estación si no aparece la cartera, --hace una pausa para mirar a la víctima del robo--  Señora, ¿está segura que se la sacaron?” La anciana asiente y sus dos nietos se refugian a su lado aplastados por la embarazosa situación. En medio de las protestas se detiene el camello. No se sabe cuánto tiempo demoraron las patrullas en aparecer, la gente comenzó a sudar en silencio y los cristales de las ventanas también. Corrían las gotas en aquel almacén de carne humana. Finalmente llegó la patrulla auxiliadora. Los policías abordan el camello y lentamente todos permiten que  registren sus pertenencias. 

 A Iona el percance la irrita. Hace comentarios, busca coro y solo le responde el muchacho de pulóver verde. Esta vez no flirtea, no busca el roce con Iona, por el contrario está nervioso y apurado por bajar de la barbacoa. Iona lo esquiva, pero no puede evitar un buen roce de costado con el muchacho del pulóver verde, quién nervioso busca las puertas donde están los policías esperando los pasajeros, uno a uno. El cacheo es absoluto, algunos se extrañan de tanta diligencia policial y por supuesto los comentarios planean en el aire...-- Juégatela que la vieja es segurosa –dice un señor de espeso bigote, al tiempo que pone cara de misterio. -- Tiene una cara de mafiosa... ¿qué tendrá de importante esa cartera? –comenta por una esquina una morenita delgada, cenicienta, parece sacada de un cuadro de Fabelo, con un sombrerito tejido, un tope demasiado pequeño para ocultar lo necesario.    -- No se, a lo mejor tenía el poquito dinero de su pensión. Si me pasa algo así creo que me muero –sale una voz femenina y cincuentona de una esquina. -- Bah, tanto lío por una vieja, ¿quién la manda a montarse en el camello pensando en las musarañas? –argumenta el engendro pictórico.-- Eso, eso si es verdad. Cuando uno se monta en el bicho, tiene que dejal el bobo amarrao en la casa. En todo losaño que llevo fajao con el traporte nuca me han carrereado... y si cojo a uno con la mano en el bolsillo lo desplumo –amenaza un señor bajito con un cuerpo debilito, pero una cara de hueso que se bastaba para impresionar.      -- Sshhh, esto es una operación encubierta de la policía para coger algún traficante, lo huelo... –dice mientras pone cara de misterio un anciano delirante.            

Mientras cada quien aporta su versión de la historia, la anciana va de una puerta a otra supervisando la búsqueda. De pronto, cesa el registro.“Señora, mire...”, grita un policía. A la abuela se le enciende el rostro. Ya con la cartera entre sus manos: -- Oiga, esta cartera no es mía.  Por esa deliciosa uniformidad de la isla han encontrado otra como la suya. Son de esas con flores de muchos colores, capaces de hipnotizar a una abeja . En las ferias los artesanos venden cada día un promedio de diez a siete carteras como la que buscan. Así pasa con los zapatos, las ropas, los peinados,  hasta la forma de mirar: una ojeada delata una masa uniforme de seres en movimiento al mismo ritmo y con similares coreografías.      La noche continua corriendo desesperada. Iona ya esta malhumorada y al entregar su bolsa al policía no puede amordazar su ironía...-- Tenga cuidado que llevo ahí una bomba . Los que observan de cerca ríen, y ríe más que nadie el policía cuando saca entre sus dedos un jardín de hule. -- Ahora si que te va a hacer falta que explote, dice el agente del orden . La anciana abre los ojos, sonríe triunfal por hallazgo . Es Iona quien tiene flojas las rodillas y no sabe que hacer. Este ha sido una mordida en la espalda, duda, ríe nerviosamente, juega con un rizo . Los nervios no la dejan hablar por un momento.-- Miren , yo, yo no sé de donde ha salido esa cartera. No sé. Ante la vista de todos, la montan en el carro de patrulla, con ella va la anciana, los dos niños felices de esta aventura,  un policía y la jaba repleta y el carro policial parece un camión infinito. -- ...yo no se de esa cartera, tiene que creerme señora que yo no la cogí, alguien me la echó en el bolso.. Se lo juro, se lo juro por mi madre...—repite Iona esta letanía en todo el viaje a la estación y en su cabeza martillean las palabras de Ramona...--  Iona, mija, ¿hasta cuando vas a estar perdiendo el tiempo? Ya es hora de que te busques un trabajo y lo que te ofrece tu padre es perfecto para las dos. Te vas a buscar tu futuro, no se discute más. Aunque te vas hoy molesta, mañana me vas a entender. Si algo he aprendido en esta vida, es que el trabajo ahorra la vergüenza.                                                                                                                                                                              

                                                                                                                                                                    fin del capitulo 1

Historias en guagua...

 Este es un proyecto que durante muchos meses me dio vuelta en la cabeza y que casi esta muerto y enterrado, sin embargo. Creo que este blog lo ayudará a revivir... Voy a continuar escribiendo más historias en guagua... Si al guein se anima a seguir la zaga, pues que me avise y le personalizo free la historia. es un divertimento. Jajajaja, que vivan las historias.  

TÍTULO:     Historias en guagua. Guionista:   Yasnaya Guibert Género: Comedia Sinopsis: Cuatro personas que montan diferentes rutas de guagua muestran su vida, anhelos, frustraciones y logros a través de sus viajes y reflexiones durante el mismo... Las historias de estos personajes se cruzan al final, en primicias de relaciones de amor.   Si las facetas de la vida de estos personajes afloran durante los viajes en las guaguas , es porque buena parte de nuestro tiempo lo empleamos en los transportes públicos y a través de nuestras relaciones con las personas en él hacemos que afloren elementos de nuestra personalidad. Las guaguas (rutas 23,5, P1, M7 ) son los escenarios, se mira hacia dentro y a través de sus cristales como luce la Habana para cada personaje.  Características de los conflictos: Los conflictos son interiores: reflexivos y psicológicos más que de acción externa, sin embargo la estructura es clásica o aristotélica.      Personajes principales:  Iona, Andrés, Rebeca, Juan Ernesto. Personajes Secundarios:   -          policía 1 , policía 2, abuela, nieto 1 , nieto 2,  carterista. ( IONA)-          Jovencita, Carmen (ANDRES).-          Padre, Roque, Verónica, hijo 1, hijo 2 (REBECA)  -           Madre J. E., hermana mayor (JUAN ERNESTO).        Extras: -          dos adolescentes bien vestidos, mulatona, joven fabelina ... (Iona)-           señora parada, cantinero, hombre con  jaula, iyawo, mujer seria... ( Andrés)-           hijo 1, hijo 2, chofer p1, conductor, señora que protesta, niña dulce... (Rebeca)  -          Muchacha, señor del paraguas, madre de bebe, bebé, chofer, cinco hermanos (niños y adolescentes) de Juan Ernesto.