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Salvando sueños...

Historias en guagua. Captulo 4

Capítulo 3 Juan Ernesto en la 5.  Guanabacoa es una joya de barrio. En la mañana el sol se va colando por las calles estrechas y sin llegar al suelo queda suspendida la luz en ventanas, rejas, balconcillos de madera, y le parece a uno que el tiempo no se esfuerza por pasar, algo de encantador tendrá esa hora que evoca por fragmentos principios del siglo XX. Juan Ernesto desciende de prisa por la calle San Cristóbal. La cabeza va apuntalada por los sueños a realizar. Este día ha salido más acicalado de lo habitual. Lleva una camisa blanca de mangas cortas, muy bien planchada, unos pantalones veich y zapatos del mismo color, aunque de tono un poco más quemado. En una mano lleva una mochila cargada de carpetas y en la otra unos cilindros de cartón, esos utilizados para cargar lienzos, y planos. A pesar de la carga su paso es ligero, debe llegar cuanto antes a la parada. Las siete y cuarto es una hora complicada para coger la 5, porque muchos como él, van para sus trabajos, la escuela y tampoco quieren llegar tarde.Desde que ve la parada, un mal presentimiento lo sacude, desacelera el paso por un instante y reconoce como su piel se le ha puesto de gallina. Con falsa convicción se dice a sí mismo que pasó una brisa, relaja los músculos y continua avanzando.  Hoy será su gran día en el trabajo y nada lo puede estropear. La acera esta cargada de personas y algunos en la calle sacan los brazos a los taxis.  Juan Ernesto acomoda todo en el suelo, ya está sudando, mezcla de ansiedad, miedo. Se incorpora al grupo de los que hacen señas. A los dos minutos, una guagua desemboca por la calle, y la gente se incorpora a su puesto, Juan Ernesto también.  Como siempre, está llena. En la puerta las personas  se arriman unos sobre otros, pugnan por ser los primeros. Se abren las puerta de atrás, baja una niña de uniforme primario, tiene el ceño fruncido. Se acomoda con sus manitas la saya, y se pasa las manos por el cabello. Todos esperan por subir, y así quedan, pues el chofer arranca sin recoger a nadie.  Se desencadenan los gritos... el chofer es bestia humana, h de p,  y hasta la madre recibe su afrenta. Cuando parece que los ánimos se calman se miran los unos a los otros y esperan. Luego de un rato, viene una guagua vacía. Es un ómnibus amarillo de techo bajo que se usaba en la transportación de los niños de las escuelas norteamericanas. Gracias a  las donaciones sucesivas de grupos de solidaridad, han ido engrosando nuestras bases de transporte. -- Arriba, el recorrido de la cinco a peso –grita el chofer cuando abre las puertas. El alboroto no tiene límites.  Una masa informe de personas se mueve como un acordeón. Nadie dice nada, todos respiran fuerte por el esfuerzo del forcejeo, y más que un grupo de personas se escucha una decena de toros en lidia por entrar a una lata de leche condensada. Una pierde su zapato y sin mirar al suelo, se mueve su pie descalzo por el suelo, una madre con su niña de la mano entra al molote a codazos mientras repite: “No llores, no llores...”  y a pesar de que su voz es firme, la letanía es dicha a sí misma que se asfixia entre la gente como feto en óvulo maduro. Con un paraguas enorme, un señor rema hacia la puerta, pero no avanza... alguien protesta por su instrumento y  casi al unísono sale disparado el paraguón hacia el medio de la calle. Son estos los horarios de cosecha de los carteristas, deslizan sus manos en los bolsillos y carteras desesperadas .Juan Ernesto intenta observar la escena impasible. Un ingeniero en telecomunicaciones fajao como un buitre por subir a la guagua, le parece una bajeza. Sin embargo, comienza a impacientarse al ver que el grupo no cede, todo lo contrario, vienen corriendo algunos y se suman al gentío. Con fastido respira profundo, se echa sus escrúpulos en los zapatos  y empuja , pisotea, atropella,  hasta alcanzar su meta.   Ya todos los asientos están ocupados y los pasillos comienzan a ponerse molestos de transitar. Se coloca al frente de una pareja que parecen muy soñolientos , acurrucados uno junto al otro , ajenos al mundo que se sacude. La muchacha nota la presencia de Juan Ernesto y amable le pide sus cosas para cargárselas durante el viaje. Eureka. Al menos irá cómodo, deposita en las piernas de la muchacha sus pertenencias y se da cuenta de que le falta un estuche.Siente que le dan un golpe en la cabeza,  el impacto resuena en sus rodillas. No sabe qué hacer.  Mira al pasillo y descubre en el suelo, echo un estropicio, los planos de la instalación que le costó semanas preparar  y que debía presentar esa mañana  a sus jefes.  Corrió entre la gente a salvar sus ideas, pero poco podía hacer.  Se sintió traicionado por el destino. ¿Qué diría en el trabajo? Esta era su gran oportunidad de sobresalir. Habían dejado en sus manos una parte del diseño de  la instalación del nuevo equipamiento y por una perrera tumultuaria perdía la luz. Algunos lo miraban extrañados, la muchacha auxiliadora le sonrió, era su respuesta nerviosa a la cara de cadáver de Juan Ernesto. Manoseó un poco más las cartulinas y con un optimismo de pantano se consoló a medias pensado que dada tiempo a hacerle un retoque antes de mostrarlo.La guagua se pone en movimiento y Juan Ernesto observa por primera vez a los que le rodean. A sus ojos se asoma un destello de envidia al ver el abandono y comodidad de la pareja frente a él. La muchacha descansa en el hombro de su novio,  un hilillo atrevido de saliva se asoma a sus labios relajados y desciende hasta la camisa del acompañante.   Ellos flotan por el mejor de los universos, el que consiente los sentidos porque todo es posible. Sin embargo, Juan Ernesto teme por su cabeza, la amenazan los codos de los otros pasajeros y un cansancio denso como yogurt producto de las noches días sin dormir y preparando su exposición.  Sus nervios son un manojo de cascabeles, cada roce de alguien por el pasillo lo irrita y repugna. Vuelve a pasear la mirada alrededor.  Una niña pequeña comienza a llorar. La fortaleza de sus agudos compiten con los  de María Cala. El señor del paraguón, saca un radio portátil de mediano tamaño y a todo volumen se lo acerca al oído.  Su sordera es evidente. Nadie protesta. Una señora gruesa a cada susurro al oído de su acompañante, vomita una carcajada infernal, de esas que salen del fondo de un estómago lleno. Repugnante se inclina hacia atrás y la vista se pierde por su  garganta, un túnel púrpura y fétido. Un manisero, a deshora, promociona su producto dentro del ómnibus, los que por prisa o carencias no desayunaron se desquitan con los cucuruchos de maní tostado. Una joven vestida de azul claro, como una flor silvestre, lee la Biblia en voz baja, un susurro de Corintios la envuelve y acompaña. La madre que un rato antes pidiera a su hija colegial que no llorara para subir al autobús, le echa  una descarga airada a la pequeña que no aparta la vista de la ventana . Tiene ese ensimismamiento infantil que protege los sentidos de las criaturas más frágiles. Para Juan Ernesto, esta guagua se convierte en uno de los Círculos del Infierno de Dante. Tiene deseos de salir corriendo y dejar atrás su cabeza. La cabeza está pesada, pero siente que desde arriba , por el centro, una espada de acero intenta perforarla, dejarla libre de su angustiosa carga. Sin que lo desee, vívidas recuerdos se acoplan para formar un gran muro... Se cae de la mata de mangos del patio de la casa, su hermana mayor lo abofetea por mojar sus libros, su madre prepara la mesa y  14 ojos silenciosos siguen sus movimientos... El chofer frena bruscamente en la esquina de Infanta y Manglar. A todos sorprende, pero nadie protesta. Ya falta poco para llegar al Ministerio de Comunicaciones, es allí donde trabaja Juan Ernesto. Para ser recién graduado no es mala ubicación. Aunque tenga que echar los pulmones por el esfuerzo, se ha propuesto llegar a ser un directivo  antes de los 27. La primera prueba será hoy y teme que nada podrá salvarlo del papelazo. Le sudan las manos y, de pronto,  cae al suelo de la guagua retorciéndose. Corren las exclamaciones, le piden al chofer que pare... y las convulsiones no cesan. Le hacen sitio en el pasillo. Algunos se bajan , forman algarabía los ignorantes de que es solo un ataque de epilepsia. Alguien propone llevarlo al hospital. Lo bajan de la guagua y se busca un auto que lo lleve al hospital. Una señora pregunta por las pertenencias de Juan Ernesto, le dan dos cilindros de cartón, uno de ellos bien deteriorado y la máquina se pierde con el pito abierto por toda la avenida.                                                                                                                     

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