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Salvando sueños...

Capítulo 3. Historias en Guagua

Capítulo 3  Rebeca en la P1.   

Rebeca es enfermera. Ha salido de su casona colonial corriendo, mira el reloj con desesperación y apura los pasos hacia la parada del P1. Hoy es su primer día de trabajo después de dos semanas de vacaciones, en las que se aburrió como un gusano bajo una piedra.                

Al doblar la esquina de Concha un vecino la saluda, pero Rebeca no da tiempo a ceremonias, su mano flota en el aire y luego regresa ansiosa a la cartera. Mira de nuevo el reloj, son las seis y media. Sus nervios anticipan la llegada tarde. Se angustia. Pocas veces a llegado tarde, le sobran dedos en la mano para enumerarlas, cada una las recuerda vívidamente... solo de pensarlo, las orejas se le ponen rojas. Acelera el paso y justo al cruzar la calle, la P1 desemboca de la esquina y Rebeca sonríe para sí. Está salvada, aunque la parada se asfixia por una multitud.

Rebeca agita un brazo y justo frente a ella se detiene un instante la guagua. Sube. A esta gentileza debe corresponder como se espera, besa al conductor, luego al chofer que bromea con cierta intimidad sobre la pureza de su uniforme. Rebeca sonríe breve y los ojos se le pierden en el pasillo de la guagua hacia el fondo. El chofer insiste en que permanezca cerca, justo detrás de él, para seguir conversando, pero ella se niega gentil. Una excusa tonta y pasa la barra numeradora en busca de paz para su enfermiza timidez.A pesar del respeto del pueblo por el uniforme blanco, el incidente destapa las protestas. -- ¿Desde cuando esto es un taxi?   --pregunta molesta la primera señora que sube—yo voy a ver si cuando yo les saque la mano ustedes van a parar también...                 --  Arriba, con el menudo en la mano y al fondo, –cae en oreja rota la protesta, el conductor no quiere contestar a la indirecta–     y por favor, suelten el tubo que eso crea vicio.  --  Eso fue una falta de respeto. Es como si yo no los atendiera en mi trabajo porque ustedes no son amigos míos... –vuelve a la carga la señora.   --   Mi tía, es temprano pa` hablal tanto. Camine al fondo, que todo el mundo no desayunó tan  bien como usted  --dice el chofer en tono firme.      Y al parecer, la frase catalizó una escandalosa reacción de la protestona...                   --  Yo no soy tía suya...!!!                   --    Ay, señora, era un forma de decir...  tía, abuela,  ¿qué importa...? Lo que tiene que hacer es avanzar que tiene la cola trabada... – le resta importancia el chofer.--  Ustedes están muy equivocados... Maltratan a uno, se creen los dueños de la guagua y para colmo...--  Oiga, nooo –interrumpe el conductor—vaya a otra parte a bajar el cassete ese.   Los más cercanos a la escena miran indolentes, otros sonríen y la mayoría pone cara de hastío. Cuando aún no son las siete,  toda cháchara molesta, sobre todo si el desayuno fue una taza de café.  De manera que la heroína del respeto perdido calla y se adentra en el pasillo rumbo a la puerta.

  Esta es apenas la segunda parada de la guagua, y es poco probable que recoja diez personas en la próxima escala. Rebeca está en posición de fuga junto a los asientos más próximos a la puerta de salida. Aun demora su turno de bajar, pero las guaguas son sitios de donde le gustaría salir huyendo y lo hace, siempre lo logra.  Recuerda  a su  padre cuando se despertaba a las cinco y media de la madrugada; ponía Radio Reloj con el volumen alto, para que ella lo escuchara en su habitación.  Con dos golpecitos en la pared le daba los buenos días y era entonces que bajaba poco a poco la radio, hasta en dejarla en un hilo orientador, un hilo que  se cortaba totalmente cuando Rebeca salía para el trabajo. Lo extraña, no disfruta de esta aparente libertad. Se siente sola.

  Sonríe, los pasajeros pensarán que está loca. En el año noventa y tres, cuando la cosa se puso mala y los apagones eran constantes, recuerda que un día por la tarde, su padre se apareció con un gallo criollo. Sin decir nada, se fue al patio con el animal en los brazos.  Rebeca contenta se metió en la cocina y puso agua a calentar . Se afilaba los dientes pensando en la sopa y en el gallo en salsa que prepararía. Cortó especias, arrancó dos hojitas de orégano y ya sus labios estaban a punto como el agua hirviendo.-- Papá, papá...traiga el gallo que se va a chupar los dedos esta noche...                             -- ¿Qué tu estás pensando Rebeca? –preguntó su padre—Ni se te ocurra ponerle un dedo encima a ese animal, hasta que no se acaben los apagones ese será nuestro reloj... -- Por Dios viejo... ¿Desde cuándo usted no come carne?  ¿ No le parece que vale la pena olvidarse de la hora y pensar en el estómago?-- No. El gallo será el reloj... a usted le he enseñado que el único enemigo del hombre es el tiempo, y para mantenerlo a raya hay que saber cómo marcha...--  Papaaa... –salió como un reproche—déjese de tanta...            -- No se habla más del gallo –tronó el patriarca.

  Desde la muerte de su madre, Rebeca prometió no llevarle la contraria a la única familia que le quedaba. Algo la hacía intuir que su madre había muerto por rabia. Demasiada casualidad que de un día para otro amaneciese infartada. Unas horas antes del deceso, ella regresaba de una fiesta  en la que por primera vez desafiaba la autoridad materna, con la extensión de la hora de regreso. Desde su adolescencia, la única voz que tomaba decisiones en la casa era la de José, su padre, y por un gallo no pensaba romper su promesa.  A los dos meses, el hambre era insostenible... el menú oscilaba entre plátano burro, frijoles y arroz. Ninguna circunstancia alteraba la dieta hasta que después de un almuerzo preguntó:--Rebeca, ¿a qué hora cantó el gallo hoy?.    -- A la de siempre papá –respondió con el mal humor que antecede una digestión de bazofia.        -- No, hoy se atrasó... yo creo que ese gallo se está poniendo viejo.Esta conversación fue la luz verde que creyó necesitar Rebeca. Ese mismo día por la tarde,  preparó el ave para un suculento fricasé... bueno tuvo que darle un poco más de candela de lo previsto, pero nada importante comparado con el gustazo.  En la mesa, José preguntó incrédulo... -- ¿Tu no habrás matado al gallo? .¿Verdad?.  --  No que va, --contestó con ironía—se cayó muerto de viejo. Y siguieron saboreando el reloj en silencio. Así muchos tuvieron que poner sus sueños, sus principios sobre la mesa para que fueran devorados por los miembros de la familia. La obsesión de José era el tiempo.                    

  El bamboleo del viaje, la puso medio alerta, aunque de nuevo se marcha... Recuerda el día que Roque  fue por primera vez a la casa. José lo examino de arriba abajo sin piedad, dejó caer un “buenas”, seco, más descortés que un silencio y se fue al patio rumiando ira. A la visita del día siguiente, si ya Roque no pudo más y le soltó que era el novio de su hija. ¡Con 32 años y pidiéndola como una quinceañera!, se repetía interiormente Roque. No tuvo respuesta de José, ni una mirada fría, ni un gesto de aprobación. Sostuvo con la mirada inexpresiva la figura del Don Juan, fue solo un instante que parecía un siglo, como eso momentos de tensión durante el duelo a pistola de dos cowboys del oeste.  José pidió permiso, se marchó a la habitación y solo salió cuando Roque se despidió.                                                                                                              -- Rebeca,  ¡ese hombre no tiene espíritu!.   -- Papá, Roque es muy bueno, aparte yo no lo quiero para hacer una misa sino para casarme con él –respondió con rabia. Un frenazo llama la atención de Rebeca y de pronto viene hacia ella, rozando con todo el mundo, y arrastrando en cada mano un muchacho similar al otro, una mujer rubia, de piel tostada... -- ¡Rebeca !!, si no te acuerdas de mí,  te mató... –dice sonriente.                                 

Rebeca no la recuerda, pero no duda en responder con entusiasmo al saludo. Busca en su memoria. Esta señora de vientre abundante, maquillada en exceso y ojerosa que la saluda no se le parece a nadie...    -- Ay, tus niños están grandísimos –exclama Rebeca y agradece que los hijos siempre tengan algo de los padres.   -- ¿Tu ya conoces a los gemelos?  ¿Cómo? Oye, Rebeca, creo que desde la Secundaria nunca más nos habíamos visto... exactamente desde la fiesta de Ángel. ¿Recuerdas? .                     Asiente despacio y el telón se corre. ¿Esta mujer llena de canas y barrigona era contemporánea con ella? La cabeza le dio vueltas por la turbación. Se pasó nerviosa la mano por el cabello, e imagino que si sus treinta y tres lucían así, de seguro ni las moscas se le posarían.  Aquel encuentro la entristeció, vendrían las preguntas de rigor sobre lo logrado y Rebeca tenía poco que contar.  La Verónica gesticulaba, sonreía y hacía su historia, de testigos todos los pasajeros cercanos que permutaron su foco de atención hacia aquel encuentro de amigas. Rebeca no la escuchaba, no podía concentrarse en su discurso, antes pensaba en qué decir...   -- ¿Y tú? – pregunta Verónica y pone una expresión dulzona, como de quién espera caramelos.    -- Yo bien – contesta, pero hay mismo se detiene insegura, penosa de hacer pública su tragedia ante el creciente número de observadores.                     Las observan unas seis personas, escuchan más. Verónica continua con la sonrisa congelada y Rebeca siente deseos de escapar por la ventana. Deja que su vista vague un instante por la  calle y un pisotón de los gemelos la regresa a la situación... Todavía Rebeca espera con la sonrisa congelada...   -- Mi papa se murió hace tres meses –dice bajito.    -- Ay, Rebe, ¡que pena!... ese es un golpe terrible.  Rebe... Rebe... ¿Rebe? Esa forma de llamarla al fin le abre la gaveta. Esta es la rubia más deseada de la Secundaria, que anduvo un tiempo con ella porque se sentía más segura de sí cuando alguien decía: “por ahí vienen la bella y la bestia”. Rebeca se siente derrotada, poca cosa y llena de tiempo inútil en su memoria. Baja los ojos y espera, ¡por Dios!, que Verónica no haga la gran pregunta...   -- ¿Y tu esposo? – dice Verónica.

   Rebeca se toma su tiempo, se moja los labios, como si de ellos pudiese desprender las palabras y doce ojos están atentos a su respuesta, más doce orejas y quién sabe qué otro chismoso con los sentidos orientados a la conversación.  Siente que la gente la aplasta, la guagua se detiene y montan por detrás varias personasa que aplastan  la una contra la otra...Rebeca le responde a su amiga con los ojos, pero la otra no entiende.-- ¿Qué dijiste? –pregunta dudosa Verónica-- No estoy casada, mi novio, con el que me iba  a  casar se fue hace un año para los Estados Unidos. Hace poco me llamó y quiere que me vaya, pero no le perdono la renuncia, además le prometí a mi padre antes de morir que nunca lo buscaría. Acá está lo mío, ¿no?. –todo salió de un tiro y parece que aun le empujan la lengua pero calla.  La desilusión se instala en los ojos que salen por la ventana en busca de imágenes distractoras.

   Verónica se baja en la próxima parada, se despide con la mirada triunfal de antaño cuando le contaba sus aventuras amorosas  y esta, incapaz de aportar algo,  escuchaba embobada. Verónica, con una sonrisa amabilísima –demasiado para ser franca- le desea buena suerte a la amiga. Lleva los gemelos a rastras por la escalerilla, se pierden en el tumulto de la acera y Rebeca respira profundo, más cansada que aliviada.  Se concentra demasiado en negar a sus oídos, algo que  expresa su piel, su mirada, su olor. Es una mujer triste e incompleta, que se concentra en su trabajo para vivir. Una mujer sin volumen, que ha hecho de la obsesión de su padre, su obsesión, que  ha hecho de la fe revolucionaria de su progenitor, su fe... una mujer desamparada por el hombre que amaba. Se siente la más infeliz, la más inútil, la más grotesca y triste. Por primera vez, busca alrededor de sí; descubre espejos en sus rostros. Los otros también parecen  incompletos, permutaciones de sueños náufragos,  luchadores sin motivo. Sacude la cabeza, y desea que la guagua tenga alas para llegar rápido al hospital “Calixto García”. Entra por el pasillo y solo el olor del lugar la reconforta. Las penas de los pacientes la ayudan a levantar los pies. Una niña con un vestido de flores se recuesta de Rebeca, a través de esta manito, le llega no sé qué murmullo de pájaros y se relaja, se marcha a un lugar con arroyo y brisa húmeda; allí permanece hasta que un frenazo de la guagua la incorpora a la pesadilla colectiva. Debe bajar de la P1. Vuela sobre los escalones y ya en la acera se inspecciona la ropa y el blanco continua inmaculado. Se acomoda una de las medias, organiza su flequillo. Levanta la cabeza y comienza a andar, en diez minutos estará en su reino, salvada. 

FIN 

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